Salimos ni tan temprano de San Felipe. La idea era evitar el calor pero los pipazos mañaneros hacen que los desayunos se tornen difusos. Terminamos saliendo más tarde de las 10, obviamente previos unos humos para la motivación del camino. La gente miraba la cantidad de bolsos sobre las bicicletas. Entre las miradas varias personas gritaban cosas para animarnos; “Buen viaje viajeros!”, “Ojo con el calor muchachos!”, “Tráigame una flor del desierto corazón!”.
Nos demoramos un par de horas en dejar atrás la urbe y en llegar a la base de la cuesta del tártaro. Putaendo fue la pasada y nada más. Como siempre el plan sale de cualquier forma menos como se pensó, llegamos a plena hora de sol a la subida. El calor se hacía sentir fuertemente. Pero ya estando ahí no había mucho que hacer. Era nuestro destino y no se podía estirar más el chicle. Había que subir, nada más.
Nos coordinamos con Pedro para la subida. En la cumbre esperaríamos a que pasara un poco el calor para luego continuar el pedaleo. Una siesta seguro vendría bien después del esfuerzo de la subida. Nos separamos con Pedro. Las subidas hay que hacerlas cada uno a su ritmo. Es la única forma para encontrar el equilibrio personal y no reventarse en las subidas. Sobre todo cuando cada uno ya conoce su ritmo. Al final, tampoco era tanto, sólo 4 kilómetros, pero el calor hizo que pareciera mucho más. Mientras iba en subida lo único que pensaba era en mandarme un trago de cerveza fría, bien fría. Mi botella de agua, que no es térmica ni de algún material especial, no mantiene ni 5 minutos el agua a bajas temperaturas. Tomar un trago de mi botella era casi como tomar té. La mente siempre sale a hacerse presente en estas circunstancias; sería hermoso encontrarse un camión de cervezas en la cumbre y poder comprar una y disfrutarla a concho.
No me demoré tanto en llegar a la cumbre, cerca de 40 minutos. De Pedro no había rastro alguno. Lo suponía. Separarnos y seguir cada uno su ritmo fué lo mejor. Me dispuse a buscar una sombra para escapar del quemante sol de las 2 de la tarde.
En la cumbre afortunadamente había un par de arboles en un alto que ofrecían un rincón ideal para dormir una siesta y escapar del sol. La vista desde la cumbre era maravillosa, la cordillera de los Andes podía observarse en su máximo esplendor. A pesar del calor y la transpiración, de todas formas valía la pena estar aquí. Sólo faltaban las cervezas frías y nada podría ser mejor en esos momentos.
Mi bicicleta quedó estacionada a la orilla del camino, mientras yo desde lo alto buscaba a Pedro en el horizonte del cual, aun ni rastro. Los autos pasaban de cuando en cuando. Uno que otro bocinazo para saludar y uno que otro grito de animo o saludo también se hacían presentes. Una camioneta azul se detuvo frente a mi bicicleta. El conductor me movió el brazo y me hizo un par de señas para que bajara. Desde el lugar del copiloto bajó una señora que también me hacia señas para que bajara de donde estaba. Realmente no pasó absolutamente nada por mi cabeza. Generalmente en estas situaciones el instinto avisa si es que algo bueno o algo malo va a pasar. Esta vez, el instinto me hizo bajar de inmediato. Desde ya la distancia saludé a la Señora quién me saludo de vuelta y extendió su mano. “Para la calor y la sed!”. En su mano sostenía una lata de cerveza. Con una gratitud sin mesura comencé a reír y no paré de agradecerle su maravilloso gesto. Cuando recibí la cerveza y la toqué estaba fría, como recién sacada del refrigerador. La señora me sonrió y volvió a la camioneta. Desde el lado del conductor salió una mano que se despedía vigorosamente.
Volví al refugio de la sombra y abrí la lata de cerveza. Un regalo de los dioses por el esfuerzo, una respuesta a las plegarias mientras subía la cuesta. De Pedro ni señas. Decidí guardarle la mitad de la cerveza para cuando hiciera su aparición. Para cuando el apareciera seguro la cerveza ya estaría tibia y tenía que aprovechar que aun estaba helada. Pedro apareció luego de una hora, cuando finalmente la cerveza estaba tibia. “Te guardé cerveza Pedro”, “Tay loco weon”, me respondió. Cuando le conté lo que sucedió no me lo creyó, hasta que le pasé la cerveza. Los Dioses escucharon mis plegarias, le expliqué. Sin decir una palabra, se tragó lo que quedaba de la lata.